martes, 25 de agosto de 2009

El Matrimonio, un Regalo y una Opción

No es frecuente oír hablar a los cristianos de las aventuras en que se ven envueltos en su fe.


Poco hablamos de nuestros sueños, de nuestros descubrimientos, de la paciente siembra de sabiduría que el Señor va imprimiendo en nuestro corazón. Nos hemos ido poniendo prudentes, medidos, doctrinales. Hemos institucionalizado nuestra fe, dimensionado nuestra esperanza y reducido nuestra caridad. Así hemos ido perdiendo también fuerza para vivir y dar a conocer la presencia de la gracia de Dios en nosotros La vida matrimonial sacramental representa una desafiante novedad en medio de una humanidad cansada por el trabajo excesivo, sometida a la eficiencia de la ciencia y de la técnica y conducida alienadamente por la propaganda.

Vivimos en una sociedad que no apoya la vida de pareja; por un lado le exige "sanidad" y la presenta como la manera de alcanzar la felicidad, y por otro, no le da los medios para hacerlo. Esto hace que muchas parejas se sientan presionadas a lograr algo fuera de su alcance, lo que las lleva a una búsqueda incesante de parejas cada vez más idealizadas. La frustración que sigue a la idealización hace que muchos teman o se nieguen a formar relaciones permanentes y estables.

Los cristianos somos hombres y mujeres capaces de soñar y sufrir, marcados por un proyecto que da sentido a nuestras vidas: seguir el camino de Jesús. ¡ Si las parejas supiéramos el importante regalo que llevamos en nuestras manos al recibir de la Iglesia el sacramento! Son los medios que el Señor pone a nuestro alcance para lograr nuestra felicidad. El matrimonio es una tarea; un trabajo hermoso, delicado, difícil de realizar. Exige una radicalidad que atrae y atemoriza. No negamos las dificultades pero también sabemos bien "en quién hemos puesto nuestra confianza".

Casarse por la Iglesia es una aventura trabajosa, pero también un inmenso don. Buscamos que nuestra vida de pareja sea una vida sacramental, porque nuestra fe nos permite intuir que no bastan las fuerzas de un hombre y una mujer para recorrer el camino que emprendemos. Sabemos que el amor se cansa, que nos desviamos sin darnos cuenta, que hoy no contamos con una "red social" que nos contenga. Necesitamos ser ayudados por Dios y apoyados por nuestros hermanos. Por medio de las gracias del sacramento, Jesús viene en auxilio de nuestra debilidad, se hace compañero, a veces como una suave brisa que no sabemos de donde viene, otras como un viento fuerte y poderoso que renueva nuestra vida cotidiana, revitalizándola.

Si estamos atentos, notamos su presencia en la paz de los períodos tranquilos que nos llenan del gozo de vivir juntos. Pero también, y en especial cuando nos topamos con nuestros límites, cuando cansados, adoloridos, desilusionados de nuestras capacidades humanas, sorpresivamente aparecen posibilidades nuevas, insospechadas, que nos sorprenden, que escapan a toda lógica. En esos momentos percibimos la presencia de la gracia de Dios. Descubrir su presencia como algo verdadero, vivo y eficaz, es de los dones más hermosos que las parejas podemos recibir. Pero esta gracia no es una imposición, se inscribe en el marco de libertad con que el Señor ha querido dignificarnos. Dios garantiza su poder pero nosotros podemos bloquearlo, despreciarlo o recibirlo en vano. Requiere de nuestro consentimiento, de una opción que nos involucre en el ministerio de ser "signos de amor de Cristo por su Iglesia".

En el Sacramento del matrimonio podemos reconocer esta presencia en cinco gracias específicas:

1. La gracia de la unidad

Nadie como una pareja conoce lo distintos que somos los seres humanos. La convivencia cotidiana nos permite reconocer los mil matices diferentes que distinguen nuestra propia aproximación al mundo y que nos llevan permanentemente a buscar satisfacer nuestras necesidades por caminos diferentes.

Sin embargo, de aquella opción inicial, sacramentada por Dios frente a la Iglesia, de "permanecer unidos hasta que la muerte nos separe" surge una fuerza misteriosa que va más allá de las diferencias, tentaciones y caídas, permitiéndonos seguir unidos, buscando y trabajando por la cercanía, por sernos fieles.

Es la gracia de la unidad la que hace brotar en nosotros deseos de pertenecernos y nos permite ir creciendo en el aprendizaje de "ser de otro" y "contar con otro", a lo largo de los años.

Sólo así podemos ver y gozar de la individualidad de nuestra pareja como un don que enriquece la esencia de nuestra vida en común, llevándola a una dimensión que trasciende la suma de nuestras personalidades, manifestando el misterio de "los dos serán una sola carne". De manera profética, esta unidad desafía la visión contemporánea de la autosuficiencia y del antagonismo como motor del progreso, señalando más bien el camino del diálogo y la colaboración.

2. La gracia de la paternidad

También conocemos de los sacrificios, renuncias, esfuerzos con que vamos creando una manera y un lugar para acoger la vida de nuestra familia, donde aprendemos a compartir el cariño, a abrir al corazón a las necesidades de quienes buscan consuelo.

Hemos optado libremente por ser padres, dispuestos a no separar nuestro amor de pareja de la posible paternidad que le es inherente, y el Señor nos regala la gracia de la paternidad. Somos así de una manera muy especial co-creadores con Dios. El es el padre de todos y crea un mundo grande y hermoso, que en muchas partes hemos transformado en lugares de conflicto y dolor.

Pero la vida sacramental de la pareja va engendrando hijos, acogiendo amigos necesitados, y es una invitación interior permanente a donarnos sin medida para su bien. Vamos haciendo con el Señor la "tierra nueva", en la audacia de la renuncia a nuestra propia vida y comodidad, por el bien de los hijos que el Padre nos ha encomendado; y así ellos van aprendiendo a compartir y entregar su vida por otros, a crear espacios donde los hombres se encuentren en la verdad de sí, en la fraternidad y en la búsqueda y celebración de Dios.

3. La gracia de la elevación

Muchas veces nos sorprende la transformación que se opera en una pareja que al mirarse se transfigura ante nuestros ojos, desapareciendo las huellas de los años, los dolores, el cansancio. Los vemos en su "imagen y semejanza" al Padre y podemos admirarlos en la esperanza de ser vistos así por el Señor. Es que para aquellos que eligieron amarse en "salud y enfermedad", Dios ha reservado una gracia muy hermosa, la de la mirada profunda que eleva. Es el don de mirar al otro, penetrando hasta el fondo de su ser, donde se encuentra en su forma original, para ayudarlo a emerger; y así pueda llegar a ser la creatura que El hizo. Es el lugar donde se encuentra la humanidad del hombre con la divinidad de Dios.

Para gozar de esta presencia de Jesús en el interior de la pareja, vamos aprendiendo a estar con nosotros mismos y detenernos para entrar cuidadosamente, junto con el otro, en nuestros jardines interiores. Para esto necesitamos vencer nuestra ignorancia, timidez y superficialidad. Superar el temor a hacernos vulnerables. Aprender a ir más allá de las rutinas para buscar el misterio profundo del otro.

Al acoger la gracia de la mirada profunda, la pareja puede ir por el mundo reconociendo, más allá de las apariencias, la presencia de Dios en cada hombre y mujer, en cada situación; y, superando las oscuridades y conflictos, esto nos enseña a discernir.

4. La gracia de la irradiación

El compromiso libre de los esposos frente a la Comunidad de Iglesia es amar y respetar a su pareja. Permite que se derrame en ellos la gracia de la irradiación con la que se transparenta el amor de Dios a todos los hombres. Nos transformamos así, frente a la comunidad, en testigos del amor del Señor.

La pareja, al irse jugando por vivir la unidad, por crear un hogar que acoge, que abre sus ojos para ver en la profundidad del otro y de los otros, la obra del Señor, se va inundando de una delicada luminosidad que hace presentir el amor del Señor. Su vida de pareja va siendo una fuerza que atrae a otros. Es al ver a una pareja que se ama cómo los hombres pueden aprender algo del amor que Dios nos tiene. Santos son los hombres que saben amar y es en la donación total de uno por el otro que el Señor quiere hacer sentir su amor por cada hombre.

5. La gracia de la sanación

Peleas y reconciliaciones, heridas profundas con lentos y trabajosos reencuentros, son una constante en la vida de las parejas. Pero hemos elegido unirnos para toda la vida a otro ser, distinto y limitado, con una capacidad de amor que será siempre insuficiente para nuestros anhelos de absoluto.

Heridos y frustrados, necesitamos constantemente de la gracia de volver a empezar, la sanación. Es la presencia comprometida de Jesús la que restaura nuestras heridas. Cada vez que desilusionados tendemos a separarnos, a encerrarnos en nuestros dolores, lejos del gozo y la fecundidad, percibimos una misteriosa presencia que alienta y confirma nuestra voluntad de volver a partir junto al otro, de reencontrar en el perdón la capacidad de sobrepasar el propio dolor, para fijar la mirada, más amplia y generosa, primero en nuestra pareja y luego en tantos que han sido heridos. La historia de las parejas que optan por vivir sacramento va permitiendo que la capacidad de reconciliación se vaya expandiendo en el mundo de las desconfianzas y los conflictos, y crece así la desesperanza de un encuentro más amplio entre los hombres.

El casarse como cristianos, el recibir el sacramento, es un regalo pero también una opción. Las decisiones de permanecer unidos, ser padres, amarnos en salud y enfermedad, amar y respetar a nuestra pareja, para toda la vida, es necesario renovarlas día a día. Esto supone seguir el camino de Jesús. Supone creer y aprender a ser felices a su manera. Supone aceptar la invitación a vivir no sólo para sí y los suyos, sino a querer ser testigos, para los hombres de nuestro tiempo, de un amor real, vivo y presente del Señor por cada uno. No basta casarse para que haya sacramento, hay que elegirlo como un camino que toma toda la vida.

Sólo así podremos hacer ver con nuestro testimonio que la felicidad y la plenitud son posibles hoy, siguiendo el camino que Jesús y la Iglesia nos proponen.

Matrimonio, regalo y opción. Gracias a Dios. Para hombres y mujeres que libremente escogen y renuevan su voluntad de permanecer unidos, encarnando el amor de Cristo por su Iglesia, hasta que la muerte los separe.

La Iglesia muestra en sus santos, modelos de vida para los hombres de todos los tiempos.

Extraído de : http://www.encuentromatrimonialmx.org/modules/news/article.php?storyid=3537

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PADRE MONTI

Corría el siglo XIX y el agnosticismo cundía entre las gentes. Fue entonces cuando el Espíritu Santo inspiró a varios hombres y mujeres excepcionales, enriquecidos con el carisma de la “asistencia” y de la “acogida”, para que el amor al prójimo convenciese al hombre escéptico y positivista a creer en Dios-amor.
El Padre Luigi Monti, beato de la caridad, pasó a engrosar las filas de fieles sumidos en el Espíritu Santo. Dio fe del amor al prójimo bajo la insignia de la Inmaculada: la Mujer que nó conoció el pecado, símbolo de la liberación de todos los males.
Luigi Monti, religioso laico, a quien sus discípulos veneraban llamándole “padre” debido a su irrebatible paternidad espiritual, nació en Bovisio, el 24 de julio de 1825, el octavo de una familia con once hijos. Huérfano de padre a los 12 años, se hizo carpintero para ayudar a su madre y a sus hermanos pequeños. Joven apasionado, reunió en su taller a muchos artesanos de su edad así como a campesinos para dar vida a un oratorio vespertino. El grupo se denominó la Compañía del
Sagrado Corazón de Jesús, pero el pueblo de Bovisio no tardó en apodarlo “La Compañía de los Hermanos”.
Dicha compañía se caracterizaba por la austeridad de vida, la dedicación al enfermo y al pobre, por el tesón para evangelizar a los que se hallaban alejados del camino. Luigi capitaneaba el grupo. En 1846, a los 21 años de edad, se consagró a Dios y emitió votos de castidad y obediencia en manos de su padre espiritual. Fue un fiel laico consagrado a la Iglesia de Dios, sin convento y sin hábito.


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